Por qué los ocupados modernos (y posmodernos) aún necesitan de la iglesia.
De niña, la iglesia era para mí un lindo lugar, acaso a veces un tanto aburrido, pero en esencia bueno. Cierto día, la maestra de Escuela Sabática que tanto admiraba se fue a vivir con otro hombre, después de habernos dicho tantas cosas buenas del matrimonio. Con los años me volví escéptica. La iglesia no era lo que debía ser, y estaba llena de hipócritas. Pero, ¿a qué me refiero por “iglesia”? La Iglesia Adventista está compuesta por millones de individuos. Personas aburridas, activas, amantes, egoístas, sinceras, hipócritas, altruistas, hirientes, confundidas, sabias, agobiadas, frágiles, insensibles, perezosas, trabajadoras, diplomáticas, ilusionadas, abusadas, críticas y humildes. Son personas tan humanas como usted y yo. Nosotros somos la iglesia.
Un milagro divino a lo largo de la historia
¿Qué mantiene unidos a millones de individuos de diferentes colores, expectativas, idiomas, ideas y culturas? ¡No es otra cosa que un milagro! Un milagro que tiene nombre: Jesús. La iglesia es la comunidad de creyentes que confiesa a Jesucristo como Señor y Salvador.
Dios se ha especializado en lo imposible (Mat. 19:26). Nuestras raíces espirituales pueden ser rastreadas hasta una promesa imposible dada a un anciano sin hijos (Gén. 12:1-3). Dios hizo posible lo imposible y Abrahán tuvo numerosos descendientes. En otro momento liberó de la esclavitud a una multitud muy diversa. La “congregación en el desierto” (Hech. 7:38) vio abrirse el Mar Rojo; recibió el desayuno en la puerta de sus tiendas y agua de la roca. No eran personas perfectas: entre ellos había quejosos, idólatras, ladrones, glotones y críticos. Pero Dios se dedicó a purificarlos y limpiarlos individual y colectivamente. Estaba llamando a su iglesia a que experimentara la salvación en forma personal y que se extendiese esa invitación a otros (Isa. 56:7). Algunos respondieron en forma positiva. Otros se dedicaron a replicar a Dios. Pero Dios tuvo la última palabra en la persona de Jesús (Juan 1:1-3).
En Jesús, Dios comenzó otra tarea imposible. Comenzó a preparar a un grupo de discípulos pendencieros. Como resultado, doce hombres transformaron por completo el mundo conocido. Satanás trató de erradicar la naciente iglesia mediante la persecución. Dios hizo lo imposible y la iglesia se hizo mundial. Entonces Satanás trató de asfixiar la vitalidad de la iglesia introduciendo doctrinas humanas. El fuego arrasador de la Reforma hizo volver a la iglesia a su verdadera Cabeza. Pronto resurgió la suficiencia. Y una vez más Dios hizo lo imposible. Llamó a un pequeño grupo de jóvenes casi todos menores de treinta años. Los ayudó a redescubrir verdades especiales y les dio dones y una gran tarea. Es ahí donde aparecemos usted, yo, y millones de otros adventistas. Somos parte del milagro que Dios llevó a cabo por medio de nuestros pioneros.
Dios se ha especializado en lo imposible (Mat. 19:26). Nuestras raíces espirituales pueden ser rastreadas hasta una promesa imposible dada a un anciano sin hijos (Gén. 12:1-3). Dios hizo posible lo imposible y Abrahán tuvo numerosos descendientes. En otro momento liberó de la esclavitud a una multitud muy diversa. La “congregación en el desierto” (Hech. 7:38) vio abrirse el Mar Rojo; recibió el desayuno en la puerta de sus tiendas y agua de la roca. No eran personas perfectas: entre ellos había quejosos, idólatras, ladrones, glotones y críticos. Pero Dios se dedicó a purificarlos y limpiarlos individual y colectivamente. Estaba llamando a su iglesia a que experimentara la salvación en forma personal y que se extendiese esa invitación a otros (Isa. 56:7). Algunos respondieron en forma positiva. Otros se dedicaron a replicar a Dios. Pero Dios tuvo la última palabra en la persona de Jesús (Juan 1:1-3).
En Jesús, Dios comenzó otra tarea imposible. Comenzó a preparar a un grupo de discípulos pendencieros. Como resultado, doce hombres transformaron por completo el mundo conocido. Satanás trató de erradicar la naciente iglesia mediante la persecución. Dios hizo lo imposible y la iglesia se hizo mundial. Entonces Satanás trató de asfixiar la vitalidad de la iglesia introduciendo doctrinas humanas. El fuego arrasador de la Reforma hizo volver a la iglesia a su verdadera Cabeza. Pronto resurgió la suficiencia. Y una vez más Dios hizo lo imposible. Llamó a un pequeño grupo de jóvenes casi todos menores de treinta años. Los ayudó a redescubrir verdades especiales y les dio dones y una gran tarea. Es ahí donde aparecemos usted, yo, y millones de otros adventistas. Somos parte del milagro que Dios llevó a cabo por medio de nuestros pioneros.
Primera metáfora: El cuerpo
Dios siempre ha tenido ideales para su iglesia. La Biblia los presenta en lenguaje metafórico. He aquí cuatro de mis metáforas favoritas, para estimular al menos nuestro apetito espiritual. La metáfora de la iglesia como un cuerpo es un tanto obvia (1 Cor. 12:12-27). Me resulta particularmente pertinente, dado que todos sabemos lo que es aplastarse el dedo en una puerta y sentir que el estómago se nos hace un nudo por el intenso dolor. Como parte del cuerpo de Cristo, estoy conectada con usted. Su dolor y su pérdida también es, directa o indirectamente, mi dolor y mi pérdida. Necesitamos mantenernos juntos, porque sin usted, no puedo llegar a ninguna parte.
Segunda metáfora: El edificio
Antes creía que las iglesias son edificios más bien estáticos e inmóviles que acaso remodelamos cada diez años. Pablo, sin embargo, habla de la iglesia como un templo hecho de piedras vivas (1 Cor. 3:9-17). En algunas partes del mundo he tenido una vislumbre de lo que es un templo “viviente”. En esos lugares, la feligresía supera por lejos los edificios y los recursos. Puede que al visitar una de esas iglesias veamos a cuarenta miembros reunidos sobre un piso de tierra, sentados sobre tablones y rodeados de paredes y techos de cañas. En menos de seis meses, se cavan los cimientos y la feligresía llega a sesenta. Tres meses después, levantan dos paredes y se coloca el piso de cemento; ya cuentan con setenta miembros. Seis meses más, y se coloca el bautisterio y se levantan las otras dos paredes ya con cien miembros. Un año después terminan el techo y agregan bancos; ya son ciento cincuenta. Pero las terminaciones tendrán que esperar, porque la iglesia ya ha dado inicio a un nuevo grupo que se reúne en un lugar con piso de tierra y paredes de caña, y se necesitan fondos extras para ayudar a este grupo. Creo que Pablo se refiere a estos templos en movimiento, donde cada pared sostiene a la otra. Usted y yo, como piedras vivas de esta iglesia, podemos llegar a ser un edificio dinámico para Cristo.
Tercera metáfora: La novia
Cuarta metáfora: La familia
Chantal J. Klingbeil es la maestra de sus hijas, ama de casa y escritora. Vive en Silver Spring, Maryland, U.S.A
Fuente: Spanish Adventist World. Noviembre 2009
Antes creía que las iglesias son edificios más bien estáticos e inmóviles que acaso remodelamos cada diez años. Pablo, sin embargo, habla de la iglesia como un templo hecho de piedras vivas (1 Cor. 3:9-17). En algunas partes del mundo he tenido una vislumbre de lo que es un templo “viviente”. En esos lugares, la feligresía supera por lejos los edificios y los recursos. Puede que al visitar una de esas iglesias veamos a cuarenta miembros reunidos sobre un piso de tierra, sentados sobre tablones y rodeados de paredes y techos de cañas. En menos de seis meses, se cavan los cimientos y la feligresía llega a sesenta. Tres meses después, levantan dos paredes y se coloca el piso de cemento; ya cuentan con setenta miembros. Seis meses más, y se coloca el bautisterio y se levantan las otras dos paredes ya con cien miembros. Un año después terminan el techo y agregan bancos; ya son ciento cincuenta. Pero las terminaciones tendrán que esperar, porque la iglesia ya ha dado inicio a un nuevo grupo que se reúne en un lugar con piso de tierra y paredes de caña, y se necesitan fondos extras para ayudar a este grupo. Creo que Pablo se refiere a estos templos en movimiento, donde cada pared sostiene a la otra. Usted y yo, como piedras vivas de esta iglesia, podemos llegar a ser un edificio dinámico para Cristo.
Tercera metáfora: La novia
Tengo que hacer una confesión: me encantan las bodas. ¡Es tan atractivo ver hermosos arreglos florales, y también lo es ver a la novia (2 Cor. 11:2); aunque no sean bonitas, todas las jóvenes parecen bellas, vestidas de blanco y rebosantes de felicidad. A los ojos de Dios esta iglesia, a pesar de todas sus faltas, no carece de hermosura. Usted y yo llegamos a ser radiantes y hermosos cuando nos enamoramos de Jesús y nos dejamos envolver por la pureza de lo que él hizo por nosotros.
Cuarta metáfora: La familia
No creo que pueda catalogar a la familia como metáfora. Para mí la iglesia no es como una familia; es mi familia. He pasado los últimos veinte años lejos de mis padres y familiares, pero siempre he tenido una familia. Gente que me motivó. Gente que se entusiasmó al escuchar las primeras palabras de mis hijitas. Gente que lloró con nosotros cuando perdimos nuestro primer bebé. No fueron multitudes, sino unos pocos: mi familia.
Hace unos años mis padres tuvieron una breve parada en Roma y, como era sábado, decidieron ir a la iglesia. Una mujer que hablaba inglés se acercó y les tradujo el sermón, y entonces insistió en que fueran a su casa a almorzar. Por la tarde les mostró la ciudad. Pero allí no terminó su hospitalidad. La mujer y su esposo dejaron su dormitorio para que mis padres pudieran descansar. Ya en el aeropuerto, mi madre, abrumada por tanta bondad, trató de darle las gracias. La mujer dijo con una sonrisa: “Es lo menos que uno puede hacer por la familia”. ¿Familia? Sí, aunque seamos totalmente extraños, somos familia (Efe. 3:15).
Al pensar en la inmensa misión que enfrenta esta iglesia para llevar el evangelio del reino a todo el mundo, podría sentirme abrumada. Al mirar la iglesia, veo que a menudo marchamos en direcciones diferentes. Podría sentirme desilusionada. Al mirar mi propia vida, veo promesas quebrantadas y extrañas contradicciones. Podría sentirme desesperanzada. Pero Jesús ha prometido presentar a una iglesia gloriosa, “sin mancha ni arruga ni cosa semejante”, sino por el contrario “santa y sin mancha” (Efe. 5:27). Quiero seguir siendo parte de la iglesia de Dios. Quiero ser parte de ese milagro divino.
Hace unos años mis padres tuvieron una breve parada en Roma y, como era sábado, decidieron ir a la iglesia. Una mujer que hablaba inglés se acercó y les tradujo el sermón, y entonces insistió en que fueran a su casa a almorzar. Por la tarde les mostró la ciudad. Pero allí no terminó su hospitalidad. La mujer y su esposo dejaron su dormitorio para que mis padres pudieran descansar. Ya en el aeropuerto, mi madre, abrumada por tanta bondad, trató de darle las gracias. La mujer dijo con una sonrisa: “Es lo menos que uno puede hacer por la familia”. ¿Familia? Sí, aunque seamos totalmente extraños, somos familia (Efe. 3:15).
Al pensar en la inmensa misión que enfrenta esta iglesia para llevar el evangelio del reino a todo el mundo, podría sentirme abrumada. Al mirar la iglesia, veo que a menudo marchamos en direcciones diferentes. Podría sentirme desilusionada. Al mirar mi propia vida, veo promesas quebrantadas y extrañas contradicciones. Podría sentirme desesperanzada. Pero Jesús ha prometido presentar a una iglesia gloriosa, “sin mancha ni arruga ni cosa semejante”, sino por el contrario “santa y sin mancha” (Efe. 5:27). Quiero seguir siendo parte de la iglesia de Dios. Quiero ser parte de ese milagro divino.
Chantal J. Klingbeil es la maestra de sus hijas, ama de casa y escritora. Vive en Silver Spring, Maryland, U.S.A
Fuente: Spanish Adventist World. Noviembre 2009
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