viernes, 15 de mayo de 2009

¿Estamos peleando la buena batalla?

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En esta lucha no se puede ser neutral.


El título de este artículo es una pregunta. ¿De qué batalla estamos hablando?

Vivimos en un mundo donde el gran conflicto entre el bien y el mal no cesa. Todos formamos parte de esta batalla. Lo que debemos saber es si estamos del lado del bien o del mal. ¿Estamos de parte de Cristo o de Lucifer? Sólo hay dos posibilidades; no hay lugar para la neutralidad. No existen observadores. Todos, conscientemente o no, pertenecemos a uno de los dos bandos.


Qué dice la Escritura


La Biblia habla acerca de los justos en el Salmo 15: “Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo? El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su corazón” (vers. 1, 2).

Aquí vemos qué cualidades se esperan de los justos, de los que habitarán con Dios en el cielo luego de ganar la batalla sobre el mal. Por supuesto, los que llevan una vida en oposición a esto son los malvados, los que no tienen lugar alguno en el “monte santo” de Dios, los que se unirán a Satanás en esta guerra y finalmente serán destruidos con fuego del cielo. En Jeremías 13:10, Dios describe a los malvados como un “pueblo malo, que no quiere oír mis palabras, que anda en las imaginaciones de su corazón, y en pos de dioses ajenos para servirles….” Serán “como este cinto”, dice Dios, “que para ninguna cosa es bueno”.

Todos deberíamos examinar nuestras vidas y ver a qué grupo pertenecemos. ¿Cuántos estamos seguros de que estamos de parte de Dios, y de que finalmente Dios nos llevará a su “santo monte”?

El apóstol Pablo estaba seguro de tener un lugar en el reino celestial al decir: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Tim. 4:7, 8; la cursiva es nuestra).


En quién confiaba Pablo


¿Por qué Pablo pudo efectuar una declaración tan confiada de su futuro? Era un hombre que en el pasado había perseguido a la iglesia de Dios. El libro de Hechos, al identificarlo con su antiguo nombre, Saulo de Tarso, dice: “Y Saulo asolaba la iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel” (Hech. 8:3). Llevaba cartas del sumosacerdote a las sinagogas de Damasco, para apresar a los cristianos y traerlos a Jerusalén. Pero en Hechos leemos de su dramática conversión en camino a Damasco.

He aquí un hombre de buena reputación; un erudito educado por Gamaliel, el más grande maestro de su época; un judío celoso, un fariseo. En defensa de lo que creía era la verdad, perseguía a la iglesia de Dios, y veía a sus miembros como herejes y blasfemos.

Pero su corazón era puro y sincero, aunque sólo el Creador lo sabía. Jesús lo cautivó, por así decirlo, y lo transformó en la persona que hoy conocemos como Pablo. Fiel a la nueva causa a la que había sido llamado, se mantuvo firme más allá de las circunstancias. Nunca buscó la grandeza, la gloria o el honor del mundo. “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia”, dijo después de su encuentro con Jesús camino a Damasco, “las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil. 3:7, 8).

Este fue el secreto de la vida victoriosa de Pablo. ¿Qué ve Dios en tu corazón y en el mío? ¿Son puros y sinceros, o están llenos de la suciedad de este mundo?

Pablo era un evangelista en todo sentido. Con valentía predicó a los judíos y a los gentiles, a los reyes y los gobernantes, a los sacerdotes y a la gente común. Levantó a los fatigados y oprimidos, reprendió la maldad y nunca estuvo dispuesto a comprometerse con el mal.

Nunca fue una carga para los demás. Trabajó con sus manos (Hech. 18:3), y nunca vio el Evangelio como un medio para alcanzar las riquezas o la reputación mundanales. Fue un verdadero misionero, un evangelista, que sufrió numerosas dificultades durante su ministerio, del cual escribió: “¿Son ministros de Cristo?” (Como si estuviera loco hablo). Yo más; en trabajos más abundante; en azotes sin número; en cárceles más; en peligros de muerte muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos” (2 Cor. 11:23-26).

Pero a pesar de todo Pablo tenía la seguridad de que le aguardaba la corona de justicia. ¿Dónde estamos parados? ¿Aspiramos a alcanzar el reino celestial o sólo buscamos la grandeza y el honor mundanales?

Pablo dice que la corona de justicia no es sólo para él, sino para todos los que aman su venida. De esta manera, anima y motiva a todos los creyentes, a todo el que espera el regreso de Cristo. Por su ejemplo nos insta a pelear la buena batalla, la batalla contra la maldad de este mundo, y a esparcir el evangelio que nos cautivó. Nuestro Padre celestial tiene el poder de hacernos vencedores de la lucha contra el mal. El egoísmo y la egolatría no tenían cabida en Pablo. Su objetivo era elevar a todos los que llegaran al redil de Cristo, aun a los esclavos.

Y nosotros, ¿qué actitud tenemos? ¿Podemos decir con confianza que nos espera la corona de justicia?

Que el ejemplo del apóstol Pablo nos anime a buscar ser transformados, para que también podamos ser herederos de esa corona. Todas las cosas del mundo perecen. No resultan satisfactorias. Luchemos por la corona, invitando al Espíritu de Dios que nos renueve y transforme. Junto con el apóstol Pablo, esperemos con confianza la corona de justicia, que el Juez justo nos dará aquel día.

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