jueves, 2 de abril de 2009

Una Senda de Sangre

Por: Alfredo Campechano

“Y él, cargando su cruz, salió al lugar llamado de la Calavera, y en hebreo, Gólgota; y allí le crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio” (S. Juan 19:17, 18).

En esta Semana Santa reflexionaremos en el sufrimiento vicario de Cristo. La octava estación marca el momento central de la senda de sangre que recorrió Nuestro Señor para redimir a la humanidad. Para redimirlo a usted y a mí.

En 1968, un grupo de arqueólogos halló en Giv`at Ha-Mitvar, al noroeste de Jerusalén, la tumba de un hombre llamado Juan hijo de Haggol, que fue crucificado. Las marcas de violencia eran patentes en sus talones, atravesados por un clavo de 18 centímetros, en sus muñecas taladradas, y en sus tibias y peronés intencionadamente rotos a la altura del tercio inferior, y el radio derecho, que presenta una fisura por clavo.

Reconstruida por los técnicos, la posición de Juan en la cruz sería ésta: las piernas colocadas una sobre otra ligeramente flexionadas. Los pies, juntos por los talones, son atravesados por un solo clavo (lo que confirmaría la tradición de los tres clavos en la cruz, y no cuatro como suponen algunos autores). La caja torácica levemente contorneada y los brazos fijados al palo horizontal (stipes) mediante dos clavos que atraviesan los antebrazos.

Los arqueólogos han encontrado otras evidencias de la muerte de cruz. En unas excavaciones realizadas en 1940, en Herculano y Pompeya, fueron descubiertas varias cruces litúrgicas. Estas antiguas villas romanas fueron sepultadas por el Vesubio el 24 de agosto del año 79 d.C., pero estas cruces parecen ser más antiguas. Tal vez fueron contemporáneas a la utilizada contra Jesús. Esto no quiere decir que sean exactamente iguales a la cruz del Salvador, ya que se han catalogado 385 tipos de cruces.

La hipótesis más popular es que Jesús hubiese sufrido en la clásica cruz latina, pero no la típica y estilizada cruz artesana que la iconografía religiosa plantea. La cruz de Jesús no fue hecha con dos pulidos tablones bien ensamblados, ya que los árboles de Jerusalén, pinos primordialmente, no podían dar unos tablones lo suficientemente grandes para una cruz mortuoria. Además, labrar, pulir y luchar contra los nudos de la madera era muy complicado. ¿Quién se habría de esmerar en confeccionar una herramienta de muerte considerada maldita, destinada a ser pasto de las llamas debido a las supersticiones que rodeaban tan despiadada forma de tortura?

Actos de misericordia romana

Los romanos sabían intimidar a los que simpatizaban con los rebeldes ejecutados y retaban a Roma. Solían bajar el cuerpo hasta que había sido totalmente descompuesto.

La cruz era bastante baja, y el reo podía tardar varios días en morir. En ese tiempo, los crucificados solían ser atacados y sus extremidades inferiores parcialmente devoradas por las alimañas, por ello, con el tiempo, en un dejo de “misericordia”, los ejecutores decidieron alargar las dimensiones de la cruz, aunque también la agonía del crucificado.

Posteriormente, los verdugos adoptarían la “piadosa” medida de quebrar las piernas del crucificado, así, el cuerpo quedaba suspendido de los clavos de las muñecas.

Según los médicos forenses, un cuerpo humano en esta situación sufre una asfixia gradual. Para obtener cada bocanada de aire debe izarse a pulso sobre los clavos, que desgarran la carne y los nervios del antebrazo. Tras cada esfuerzo para respirar una vez más, el cuerpo vuelve a caer suspendido de los brazos, al no poder sostenerse sobre las piernas rotas. Así, en pocos minutos, el crucificado muere por asfixia.

Jesús en la cruz

Conforme al decreto de Pilato, Jesús fue crucificado en el monte Calvario, que en hebreo se dice Gólgota, entre dos malhechores.

Al llegar al lugar de ejecución, los condenados fueron atados a los instrumentos de tortura. Los dos malhechores forcejearon con sus ejecutores, Jesús no ofreció resistencia. Su madre contempló la escena. En agonizante suspenso, esperaba el milagro que haría pedazos a sacerdotes, soldados y burladores, y que haría polvo de la horrenda cruz. Pero Jesús no se defendía. Lo vio extender sus brazos sobre la cruz, como si quisiera abrazar al mundo. Pero no vio los clavos penetrar la carne y salpicar la tierra y el madero, porque se desvaneció entre manos piadosas.

El Señor no formuló queja alguna; su faz seguía pálida y serena, su frente perlada de sudor. No hubo mano piadosa que enjugara de su rostro el rocío de la muerte, ni palabras de simpatía y fidelidad que lo sostuvieran. El Hacedor de todas las criaturas estaba solo. Mientras los soldados realizaban su infame tarea, él oraba por ellos y por sus enemigos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (S. Lucas 23:34).1

La cruz fue levantada y dejada caer pesadamente sobre el hoyo. La carne se desgarró, los nervios se dilataron, y la respiración se hizo casi imposible. Comenzaron los vértigos y los calambres. Las venas cerradas y los tendones aplastados palpitaban con angustia incesante. Las arterias de la cabeza y el estómago comenzaron a hincharse y oprimirse con la sobrecarga de sangre. Y entonces le sobrevino una sed incesante, calcinante y rabiosa.2

Era la apoteosis del amor y el clímax de la maldad. Era la hora perversa, pero también la más grande. El hombre caído se degradaba al extremo de matar a la Vida. Y el Hombre no caído, el Hijo del Hombre, exaltaba a la raza que lo acogió en su carne.

Pero, a diferencia de los otros que repartían maldiciones a sus ejecutores, Jesús prodigaba bendiciones: la intercesión a quienes lo clavaron al madero, y la promesa de vida eterna en su venida en gloria al malhechor que se arrepintió en artículo mortis (ver S. Lucas 23:40-43).

El Salvador contempló al pie de la cruz a quienes representan a la humanidad: Los que vinieron al teatro a deleitar el morbo, los adversarios que lo mataban por envidia, los que cumplían el deber de matar. Y los envolvió a todos en una mirada de compasión. A todos. Pero también vio a su madre María que había regresado, sostenida por Juan, el discípulo amado. Incapaz de permanecer por más tiempo alejada de su Hijo, ella estaba ahí con el alma herida. El Hijo ejemplar contempló el rostro dolorido de su madre y en seguida el de Juan; y dijo, dirigiéndose a ella: “Mujer, he ahí tu hijo”, luego dijo al discípulo: “He ahí tu madre” (S. Juan 19:26, 27). Juan lo comprendió todo. Desde ese momento la madre del Maestro quedó bajo su cuidado, y la alejó de la terrible escena.3

El Maestro dictaba la última cátedra. Sintetizaba el evangelio: Morir antes que pecar. Amar a los enemigos. Procurar primero el bien de los demás. Honrar a los padres.

Y luego se fue quemando en su propia fiebre, se fue consumiendo en su angustia, se fue diluyendo en una inmensa tristeza. Estaba muriendo solo. Su Padre ocultaba de él su rostro, como lo hará el día que los perdidos sean ejecutados en el juicio final. Jesús estaba muriendo por nosotros la muerte segunda. No sufría la muerte natural propia del debilitamiento humano; no, él murió sin amparo, sin misericordia, sin anestesia a su dolor, sin atenuantes a su angustia.

Una muerte escandalosa y salvadora

Jesús sufrió una muerte escandalosa. Conforme a la visión mesiánica del judaísmo, la forma en que Jesús murió es inaceptable. Fue un Mesías “maldecido por Dios” por las propias Escrituras: “Maldito todo el que es colgado en un madero” (Gálatas 3:13).

Para el judaísmo, la responsabilidad era personal: “Cada cual morirá por su propia maldad”, dice Jeremías (31:30), y lo repite Ezequiel: “El alma que pecare, ésa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él” (18:20). Era verdad. Eso exige la justicia. Según esta Escritura, ellos creyeron que la muerte de Jesús era merecida. Es que no advertían el despliegue del asombroso misterio de Dios: la gracia. Por la gracia de Dios, la muerte de Jesús fue vicaria, y su inocencia se traspasó a todos los hombres que crean en él.

Los teólogos hebreos entendían algo de la justicia punitiva, pero no reconocían la justicia y la gracia personificada que el Cielo les envió. Es verdad que Jesús moría como malhechor, es verdad que moría maldecido por Dios: “Maldito por Dios es el colgado” (Deuteronomio 21:23), lo que no es verdad es que haya sido culpable. No era merecedor de maldiciones quien vivió prodigando bendiciones. Dios aceptó su sacrificio por tratarse de una ofrenda vicaria, en lugar de otro. Pero Dios no fue cómplice de la infamia que lo llevó a la cruz, porque la muerte de Jesús fue voluntaria.

Cuando llegó el tiempo de adoptar la naturaleza humana dijo: “Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí.” (Hebreos 10:5-7).

Antes que el mundo fuese, el sacrificio del “Cordero de Dios” (S. Juan 1:29) fue aprobado por el Concilio de la Deidad, y en ese sentido Jesús “fue inmolado desde el principio del mundo” (Apocalipsis 13:8). Sobre todo, en esa cruz se plasmó en plenitud el amor de Dios.

1Elena G. de White, La historia de la redención, pp. 229-230.
2Frederick W. Farr, The Life of Christ [La vida de Cristo], citado por Josh McDowell en Evidencia que exige un veredicto (Miami, FL: Editorial Vida, 1988), p. 198.
3Elena G. de White, La historia de la redención, p. 232
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Viacrucis

Subiendo va la cuesta de la muerte,
subiendo va la cuesta de la vida,
el único que puede darnos vida
por medio del misterio de la muerte.

Y avanza por la senda de la muerte
Aquel que tiene el germen de la vida,
y siembra la simiente que es su vida
en surco tenebroso de la muerte.

Y cumple así su cita con la muerte,
gestando la epopeya de la vida,
el mismo que no debe ver la muerte

en bien del que no debe tener vida;
y logra así matar con esa muerte
la muerte y dar el triunfo a nuestra vida.


—Alfredo Campechano.



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