Análisis de la oración modelo.
Dos factores condicionan nuestra relación con Dios: la idea que tenemos sobre la divinidad y el concepto que hemos desarrollado sobre nosotros mismos. La mente humana funciona bajo leyes estrictas. Somos lo que pensamos. Todos hemos desarrollado alguna idea respecto a Dios y, sin duda, todo ser humano piensa algo de sí mismo. Para orar, es vital que entendamos quién es Dios y quiénes somos nosotros en contraste con la Deidad. Cristo enseñó una oración modelo que a menudo usamos para explicar cómo orar; pocas veces, sin embargo, nos detenemos a pensar que lo que en realidad
hay en dicha invocación es una revelación de Dios en siete facetas distintas.
Dios el padre
La plegaria comienza diciendo «Padre nuestro» (Mat. 6: 9). Evidentemente aquí encontramos dos cuestiones básicas: Cristo quiere que entendamos a Dios como Padre y, por contraste, que sepamos que somos hijos. Jesús no está hablando del padre a la manera occidental, sino del padre que entendían quienes estaban escuchándolo en ese momento. En la cultura antigua, ser padre significaba estar investido de una dignidad que lo hacía merecer respeto. Los hijos estaban no sólo al cuidado del progenitor, sino que eran considerados su posesión y podía disponer de ellos a voluntad. Si Dios es nuestro Padre no debemos preocuparnos. Él sabe lo que necesitamos y procurará ayudarnos en todo porque sus motivos se basan en la relación filial que tiene con nosotros; no somos extraños para él sino sus hijos, de ahí la exclamación de Juan: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamado hijos de Dios» (1 Juan 3: 1). No necesitamos convencerlo, por eso las «vanas repeticiones» (Mat. 6: 7) son innecesarias; un Padre que ama siempre escucha a sus hijos.
Dios el santo
La siguiente revelación que Jesús nos hace es que el nombre de Dios debe ser santificado. Lo que nos está diciendo es que cuando nos acercamos al trono de la gracia, estamos yendo en procura de alguien cuya santidad para nosotros es incomprensible porque somos distintos y diametralmente opuestos. Lo que está implícito es que debemos reconocer la santidad de Dios precisamente porque nosotros no somos santos. Nuestros motivos, acciones y pensamientos están contaminados de pecado. Por otra parte, el reconocimiento explícito de la santidad de Dios implica aceptar que él obra siempre por motivos santos. Muchas veces actuamos como si Dios nos manipulase o fuese un engreído y egoísta, incluso, llegamos a creer que Dios obra de un modo arbitrario e injusto. Cuando decimos esto no estamos comprendiendo al Dios que tenemos. Todo lo que Dios hace tiene un solo sello, su santidad. Nada va a hacer Dios que no sea correcto y justo.
Dios el rey
A continuación Cristo dice: «Venga tu reino. Hágase tu voluntad» (Mat. 6: 10). Hoy nos cuesta entender esto en el contexto de reyes que sólo son figuras simbólicas sin gran poder y con conductas personales éticamente reprobables. Sin embargo, los interlocutores de Jesús entendían perfectamente de lo que se está hablando. En tiempos de Cristo el único que podía alegar libertad, poder y posesión era el rey. Los súbditos no tenían derechos personales, ni siquiera eran dueños de decidir sobre sus propias vidas. Ser súbdito implicaba estar bajo la soberanía y el arbitrio del rey.
Si nos acercamos a Dios, debemos entender que él es nuestro Rey y nosotros sus súbditos. No nos acercamos a su trono de gracia para indicarle lo que debe hacer, sino para someternos a su voluntad
Dios el proveedor
Si entendemos lo anterior, es decir que somos hijos, pecadores y súbditos, justo ahora estamos en
condiciones de pedir el pan. «El pan nuestro dánoslo hoy» es una forma de decir: “Dios, te necesitamos y dependemos de ti”. Dios tiene el poder de darnos el “pan” que necesitamos. Pero él es el Padre, el Rey y el Santo que sabe qué, cuánto y cuándo lo necesitamos. Nos acercamos a él no para pedir el pan, sino para reconocer cuánto necesitamos de su protección y cuidado. Nunca desampara Dios a sus hijos y, aunque cueste entenderlo, aun el hambre en ocasiones puede ser parte de la protección de Dios para nuestras vidas.
Dios el perdonador
Cuando pedimos a Dios que perdone nuestras faltas, se comprende que él tiene el poder para hacerlo; además, damos por hecho que estamos dispuestos a hacer lo mismo con aquéllos que están a nuestro lado y nos han agredido. Dios nos perdona porque es nuestro Padre y Rey y porque además es Santo. Muchas veces trasmitimos la idea errónea de que Dios se aleja de nosotros cada vez que cometemos algún acto deleznable; pero, eso no es así. Dios siempre está con nosotros (Mat. 28: 20), invitándonos (Apoc. 3: 20) a que vayamos junto a él para cuidarnos, restaurar nuestras heridas y perdonar nuestros errores (Isa. 1: 18). Somos nosotros los que nos ponemos al margen de su gracia y nos alejamos de su amor.
Dios el salvador
Él no sólo nos perdona, también nos protege para que no volvamos a equivocarnos. Esa es la parte que olvidamos. Cuando Jesús dice: «y no nos metas en tentación» (Mat. 6: 13) no está diciendo que es Dios quien nos pone en situación de peligro moral y espiritual, sino todo lo contrario. Lo que está afirmando es que no somos capaces por nosotros mismos de superar el pecado y necesitamos de su gracia y de su poder para poder salir adelante. El engaño del enemigo es hacernos creer que Dios juega con nuestras vidas como si fuéramos maniquíes y nos tiende trampas para hacernos caer. Así actúa Satanás, no Dios. Los motivos de Dios son santos, nunca hará algo que pueda empañar la santidad de sus acciones. Por lo tanto, lo que Jesús nos dice es que, sin la protección del Padre, jamás podremos ser librados plenamente del mal
Dios el todopoderoso
El broche de oro es recordarnos que Dios, el Padre-Santo-Rey, tiene toda la soberanía, «el poder y la gloria» (Mat. 6: 13), él es Todopoderoso. Si acudimos a Dios no vamos ante algún dignatario suyo poder y soberanía son limitadas, nos presentamos ante el magno Creador, aquél que todo lo puede porque para él nada es imposible (Luc. 1: 37). No importa que cuitas o penas nos aquejen. Si estamos hundidos por el pecado, el sufrimiento o la soberbia. Si tenemos miedo ante peligros fortuitos reales o imaginarios. No importa qué sea, Dios tiene el poder para resolverlo. Sin embargo, si nos hemos acercado como hijos, pecadores y súbditos de su voluntad, entonces, entenderemos que él, Dios, tiene la última palabra y, como buen Padre, nos dará lo que sea mejor.
Conclusión
Muchas veces confundimos a Dios con un supermercado. Solemos ir a dicho lugar sólo para buscar lo que necesitamos; una vez que hemos encontrado nuestro producto, pagamos lo que llevamos y no volvemos a acordarnos de la existencia de dicho lugar hasta la próxima necesidad. Pero eso no es lo que hace un hijo que, además, se sabe pecador y que entiende que es súbdito. Se acerca continuamente a Dios para aprender como hijo, para ser iluminado por la santidad de Dios como lo hace quien sabe que es indigno de dicha santidad, y para obedecer y buscar la voluntad del Soberano. Si entendemos eso, entonces reconocemos que tenemos necesidad de subsistencia, de perdón y de protección. No dudamos de que nos responda, porque él es todopoderoso para hacerlo. Sin embargo, recurrimos a su voluntad, no a la nuestra.
Quien se acerca con este espíritu no duda de las acciones de Dios porque sabe que todo lo que hace es santo. Por lo tanto, Cristo nos dice que el Dios al que oramos tiene siete características y que cada vez que doblamos ante él nuestras rodillas debemos recordar que nosotros somos la antítesis:
• Él es el Padre, nosotros los hijos.
• Él es Santo, nosotros pecadores.
• Él es Rey, nosotros súbditos.
• Él provee, nosotros necesitamos.
• Él nos da sanidad, nosotros estamos enfermos
de pecado.
• Él nos protege, nosotros no podemos hacerlo por
nosotros mismos.
• Él es el Todopoderoso, nosotros somos finitos y
deficitarios.
¡Qué extraordinario es el Dios al que oramos!
hay en dicha invocación es una revelación de Dios en siete facetas distintas.
Dios el padre
La plegaria comienza diciendo «Padre nuestro» (Mat. 6: 9). Evidentemente aquí encontramos dos cuestiones básicas: Cristo quiere que entendamos a Dios como Padre y, por contraste, que sepamos que somos hijos. Jesús no está hablando del padre a la manera occidental, sino del padre que entendían quienes estaban escuchándolo en ese momento. En la cultura antigua, ser padre significaba estar investido de una dignidad que lo hacía merecer respeto. Los hijos estaban no sólo al cuidado del progenitor, sino que eran considerados su posesión y podía disponer de ellos a voluntad. Si Dios es nuestro Padre no debemos preocuparnos. Él sabe lo que necesitamos y procurará ayudarnos en todo porque sus motivos se basan en la relación filial que tiene con nosotros; no somos extraños para él sino sus hijos, de ahí la exclamación de Juan: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamado hijos de Dios» (1 Juan 3: 1). No necesitamos convencerlo, por eso las «vanas repeticiones» (Mat. 6: 7) son innecesarias; un Padre que ama siempre escucha a sus hijos.
Dios el santo
La siguiente revelación que Jesús nos hace es que el nombre de Dios debe ser santificado. Lo que nos está diciendo es que cuando nos acercamos al trono de la gracia, estamos yendo en procura de alguien cuya santidad para nosotros es incomprensible porque somos distintos y diametralmente opuestos. Lo que está implícito es que debemos reconocer la santidad de Dios precisamente porque nosotros no somos santos. Nuestros motivos, acciones y pensamientos están contaminados de pecado. Por otra parte, el reconocimiento explícito de la santidad de Dios implica aceptar que él obra siempre por motivos santos. Muchas veces actuamos como si Dios nos manipulase o fuese un engreído y egoísta, incluso, llegamos a creer que Dios obra de un modo arbitrario e injusto. Cuando decimos esto no estamos comprendiendo al Dios que tenemos. Todo lo que Dios hace tiene un solo sello, su santidad. Nada va a hacer Dios que no sea correcto y justo.
Dios el rey
A continuación Cristo dice: «Venga tu reino. Hágase tu voluntad» (Mat. 6: 10). Hoy nos cuesta entender esto en el contexto de reyes que sólo son figuras simbólicas sin gran poder y con conductas personales éticamente reprobables. Sin embargo, los interlocutores de Jesús entendían perfectamente de lo que se está hablando. En tiempos de Cristo el único que podía alegar libertad, poder y posesión era el rey. Los súbditos no tenían derechos personales, ni siquiera eran dueños de decidir sobre sus propias vidas. Ser súbdito implicaba estar bajo la soberanía y el arbitrio del rey.
Si nos acercamos a Dios, debemos entender que él es nuestro Rey y nosotros sus súbditos. No nos acercamos a su trono de gracia para indicarle lo que debe hacer, sino para someternos a su voluntad
Dios el proveedor
Si entendemos lo anterior, es decir que somos hijos, pecadores y súbditos, justo ahora estamos en
condiciones de pedir el pan. «El pan nuestro dánoslo hoy» es una forma de decir: “Dios, te necesitamos y dependemos de ti”. Dios tiene el poder de darnos el “pan” que necesitamos. Pero él es el Padre, el Rey y el Santo que sabe qué, cuánto y cuándo lo necesitamos. Nos acercamos a él no para pedir el pan, sino para reconocer cuánto necesitamos de su protección y cuidado. Nunca desampara Dios a sus hijos y, aunque cueste entenderlo, aun el hambre en ocasiones puede ser parte de la protección de Dios para nuestras vidas.
Dios el perdonador
Cuando pedimos a Dios que perdone nuestras faltas, se comprende que él tiene el poder para hacerlo; además, damos por hecho que estamos dispuestos a hacer lo mismo con aquéllos que están a nuestro lado y nos han agredido. Dios nos perdona porque es nuestro Padre y Rey y porque además es Santo. Muchas veces trasmitimos la idea errónea de que Dios se aleja de nosotros cada vez que cometemos algún acto deleznable; pero, eso no es así. Dios siempre está con nosotros (Mat. 28: 20), invitándonos (Apoc. 3: 20) a que vayamos junto a él para cuidarnos, restaurar nuestras heridas y perdonar nuestros errores (Isa. 1: 18). Somos nosotros los que nos ponemos al margen de su gracia y nos alejamos de su amor.
Dios el salvador
Él no sólo nos perdona, también nos protege para que no volvamos a equivocarnos. Esa es la parte que olvidamos. Cuando Jesús dice: «y no nos metas en tentación» (Mat. 6: 13) no está diciendo que es Dios quien nos pone en situación de peligro moral y espiritual, sino todo lo contrario. Lo que está afirmando es que no somos capaces por nosotros mismos de superar el pecado y necesitamos de su gracia y de su poder para poder salir adelante. El engaño del enemigo es hacernos creer que Dios juega con nuestras vidas como si fuéramos maniquíes y nos tiende trampas para hacernos caer. Así actúa Satanás, no Dios. Los motivos de Dios son santos, nunca hará algo que pueda empañar la santidad de sus acciones. Por lo tanto, lo que Jesús nos dice es que, sin la protección del Padre, jamás podremos ser librados plenamente del mal
Dios el todopoderoso
El broche de oro es recordarnos que Dios, el Padre-Santo-Rey, tiene toda la soberanía, «el poder y la gloria» (Mat. 6: 13), él es Todopoderoso. Si acudimos a Dios no vamos ante algún dignatario suyo poder y soberanía son limitadas, nos presentamos ante el magno Creador, aquél que todo lo puede porque para él nada es imposible (Luc. 1: 37). No importa que cuitas o penas nos aquejen. Si estamos hundidos por el pecado, el sufrimiento o la soberbia. Si tenemos miedo ante peligros fortuitos reales o imaginarios. No importa qué sea, Dios tiene el poder para resolverlo. Sin embargo, si nos hemos acercado como hijos, pecadores y súbditos de su voluntad, entonces, entenderemos que él, Dios, tiene la última palabra y, como buen Padre, nos dará lo que sea mejor.
Conclusión
Muchas veces confundimos a Dios con un supermercado. Solemos ir a dicho lugar sólo para buscar lo que necesitamos; una vez que hemos encontrado nuestro producto, pagamos lo que llevamos y no volvemos a acordarnos de la existencia de dicho lugar hasta la próxima necesidad. Pero eso no es lo que hace un hijo que, además, se sabe pecador y que entiende que es súbdito. Se acerca continuamente a Dios para aprender como hijo, para ser iluminado por la santidad de Dios como lo hace quien sabe que es indigno de dicha santidad, y para obedecer y buscar la voluntad del Soberano. Si entendemos eso, entonces reconocemos que tenemos necesidad de subsistencia, de perdón y de protección. No dudamos de que nos responda, porque él es todopoderoso para hacerlo. Sin embargo, recurrimos a su voluntad, no a la nuestra.
Quien se acerca con este espíritu no duda de las acciones de Dios porque sabe que todo lo que hace es santo. Por lo tanto, Cristo nos dice que el Dios al que oramos tiene siete características y que cada vez que doblamos ante él nuestras rodillas debemos recordar que nosotros somos la antítesis:
• Él es el Padre, nosotros los hijos.
• Él es Santo, nosotros pecadores.
• Él es Rey, nosotros súbditos.
• Él provee, nosotros necesitamos.
• Él nos da sanidad, nosotros estamos enfermos
de pecado.
• Él nos protege, nosotros no podemos hacerlo por
nosotros mismos.
• Él es el Todopoderoso, nosotros somos finitos y
deficitarios.
¡Qué extraordinario es el Dios al que oramos!
Transcripción: Mauricio Albareda
Excelente en la manera que esta desglosado... Dios bendiga la mente inductora e este mensaje...
ResponderEliminarExcelente en la manera que esta desglosado... Dios bendiga la mente inductora e este mensaje...
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