jueves, 3 de mayo de 2012

El rasgo distintivo del discipulado

Por: Juan Navarro. Pastor jubilado y profesor del SAE

"Pero el mayor de ellos es el amor» (1 Cor. 13: 13)."

Se lo menciona y se lo comenta desde hace siglos en ambientes religiosos, y parece que “huele a incienso”. Pero no es necesariamente una práctica religiosa.

Es también un principio activo en el mundo “secular”. Se manifiesta en la iglesia pero, con frecuencia, se manifiesta fuera de sus muros, en el corazón de la sociedad, y muchas veces en el anonimato.

Me refiero al poder que mueve a la acción bondadosa y solidaria de una persona a favor de otra.
Me refiero al amor, pero al amor ágape, considerado como el más noble y generoso. Se manifiesta en el acto personal y altruista que fluye de la iniciativa voluntaria y generosa.

Este amor pretende el bien del otro y lo procura. Pone en movimiento lo mejor de lo que somos,
de lo que sabemos y de lo que tenemos y siempre al servicio de los demás. Es el amor inteligente y sabio en acción, un principio que viene de Arriba y que origina y ofrece vida aquí abajo.
Para intentar comprender algo de la naturaleza de este amor hay que buscar su génesis en Dios mismo. Él es su origen y su originador.

El amor, esencia de la Divinidad

La Escritura, cuando se refiere a Dios y a los rasgos que lo distinguen, menciona entre otros que es Espíritu, Perfecto y Omnisciente, que es Omnipotente y Eterno. Moisés, al percibir la presencia de Jehová exclama: «¡Dios compasivo y bondadoso, lento para la ira, y grande en amor y en fidelidad!» (Éxo. 34: 6).

El apóstol Juan escribe que «Dios es amor» (1 Juan 4: 8). Un reconocido pensador precisa que esta verdad «nos coloca en el centro del mensaje cristiano [...]. La Biblia afirma que el amor de Dios no es únicamente una disposición divina, sino su misma esencia» (Emil Brunner, citado en La Historia de la Salvación, de Alfred F. Vaucher, pág. 55).

Los demás rasgos son manifestaciones de su amor. A. Monod precisa que «todo en Dios es amor. El amor es el fondo mismo de Dios; quien dice Dios dice amor. Dios es amor: el amor es su ser, su sustancia, su vida. Dios es amor: el amor resume todas sus obras y explica todos sus caminos» (A. Monod, citado en La Historia de la Salvación, de Alfred F. Vaucher, págs. 55, 56).

Isaías pregunta: «¿Se olvidará la mujer de lo que engendró, para dejar de compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque se olviden ellas, yo no me olvidaré de ti» (Isa. 49: 15). El amor de Dios está más allá de toda comparación imaginable. Elena White afirma: «Su naturaleza y su ley son
amor [...]. Cada manifestación del poder del Creador es una expresión del amor infinito. La soberanía de Dios encierra plenitud de bendiciones para todos los seres creados» (Elena White, Patriarcas y profetas, págs. 11-12).

En realidad, los seres humanos nos movemos en una atmósfera saturada de amor divino. ¿No es acaso lo que dijo el apóstol Pablo a los sabios atenienses? «Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos» (Hech. 17: 28)? La vida solo es posible en ese medio. Existimos porque el amor de Dios lo penetra todo.

Dios es amor; pero, ¿qué es el hombre?

¿Qué dice la Escritura acerca del hombre cuando fue creado? «Y creó Dios al hombre a su imagen» (Gén. 1: 27). Si este fue creado a imagen de Dios y Dios es amor, ¿podríamos pensar que, en cierto sentido, el hombre de entonces era amor? Digamos que podía apreciar y expresar amor. Su inclinación era a amar. Sin embargo, tanto el hombre como su entorno fueron afectados por el mal en la caída. Y el mal es lo opuesto a la ley, y esta es amor. «Es la transgresión de la ley de Dios, de la ley del amor, lo que ha traído dolor y muerte. Sin embargo, en medio del sufrimiento que resulta del pecado, se revela el amor de Dios» (Elena White, El camino a Cristo, pág. 1).

Así, en nuestra condición actual, vivimos en una condición confusa y contradictoria y en un medio
hostil que no ofrece facilidades para amar. Desde entonces, «en todo corazón existe no solo poder intelectual, sino también espiritual, una facultad de discernir lo justo, un deseo de ser bueno. Pero contra estos principios lucha un poder antagónico [...]. Hay en su naturaleza una inclinación
hacia el mal, una fuerza que solo, sin ayuda, él no podría resistir» (La educación, pág. 19).

Pablo confiesa: «Así, encuentro esta ley. Aunque quiero hacer el bien, el mal está en mí. Porque en mi interior, me deleito en la Ley de Dios; pero veo en mis miembros otra ley, que lucha contra la ley de mi mente, y me somete a la ley del pecado que está en mis miembros » (Rom. 7: 21-23). Su lucha es la nuestra. Nos debatimos entre la intención y la necesidad de hacer el bien, de amar, y la tendencia irresistible al egoísmo. ¿Cuál es el resultado?

Cuando el egoísmo prevalece sobre el amor, ¿qué clase de vida vivimos? ¿Qué sociedad cabe esperar? Si el egoísmo reina soberano sobre la bondad y la compasión, emerge un sistema de supervivencia donde cada uno va a lo suyo. La búsqueda de la seguridad personal prevalece sobre la ajena. Cada uno vive para sí mismo y los suyos. Su ética de base se fundamenta en la necesidad inevitable de sobrevivir.

Cuando prevalece lo humano

Cuando no prevalece el amor, se origina una densa atmósfera de desconfianza y tensión. Todos luchan para abrirse camino, por situarse y alcanzar una posición de estabilidad en frecuente confrontación con los demás. Lo que cuenta es tener más y vivir mejor. Esta situación empuja a que cada uno saque lo que pueda de la vida. Es una sociedad egoís ta y cruel. ¿A qué se debe, por ejemplo, que estemos hundidos en una crisis financiera y laboral de dimensiones mundiales? ¿No es acaso la cosecha de lo que se ha sembrado en años de ambición y codicia? Por otra parte, ¿qué ha aportado el progreso financiero y tecnológico? ¿Ha hecho más feliz al hombre?

Es evidente que el mal llamado desarrollo no ha estado ni está al servicio de la gente. Ha originado competitividad, agresión y consumismo que han conducido al espolio de los recursos del planeta y al empobrecimiento de los individuos. ¿Qué ha pasado con los auténticos valores de la vida? ¿Dónde están el equilibrio ecológico y el verdadero adelanto humano, la madurez personal, la justicia social y la solidaridad?

En estas circunstancias, se ha creado un necio afán por adquirir bienes materiales y alcanzar un
engañoso sentimiento de seguridad. La aspiración a ganar más y vivir mejor es mentirosa y servil. Está tan enraizada en las entrañas de la gente que la vida se convierte en una constante tensión enfermiza que empuja a unos a la acumulación de inmensas fortunas y a otros a la pobreza extrema. Esta situación origina una lucha de clases sin cuartel, de todos contra todos que genera frustración y rencor. Los pudientes asumen una actitud fundada en la insensatez. ¿No calificó acaso Jesús de “necio” al nuevo rico de la parábola que acumuló tanto que se las prometía felices y fue sorprendido por una muerte repentina?

El esfuerzo por conseguir lo necesario para que la vida sea más fácil y agradable no es malo en sí
mismo. Es obvio que cierto grado de condiciones materiales constituye una base real de estabilidad y bienestar. Nadie quiere pasarlo mal si lo puede evitar. Lo que sí es erróneo es convertir la vida en un mero medio para acaparar bienes o “pasarlo bien” en vez de una oportunidad para el desarrollo personal propio y ajeno.

Cuando prevalece lo divino

No obstante, el mundo, aun en su estado presente, no es una cloaca donde solo corren aguas sucias. También hay manantiales de aguas limpias y frescas que sacian la sed de peregrinos cansados y sedientos. El espíritu de bondad y compasión todavía está presente. Hombres y mujeres de todas las razas y culturas, impresionados por el Espíritu de Dios, dedican sus recursos y esfuerzos para aliviar algo de lo que les falta a otros.

Cuando prevalece el amor, este se manifiesta en el esfuerzo solidario, en la amistad, en el fomento de lo bueno y en el placer de lo bello, en la reflexión elevadora y en el gozo de la esperanza. Entonces el primer objetivo del esfuerzo se centra en la superación personal y ajena que nos prepara para nuestro mejor destino. El espíritu altruista no origina situaciones competitivas, ni minimiza los logros ajenos. Aquí el principio consiste en hacer algo con uno mismo para bien de los demás, y no en hacer algo para provecho propio.

Aunque parezca utópico, podríamos afirmar que el principio de amar al prójimo ya no tiene solo una significación moral, sino que es una condición de supervivencia de la dignidad del hombre y de los verdaderos valores de la vida. Constituye además una necesidad apremiante que desafía a lo más noble de nuestra condición humana. Si fuéramos solidarios, por ejemplo, nadie tendría hambre, nadie sería pobre, todos seríamos mínimamente ricos.

Si el amor solidario fuera la fuerza rectora en las relaciones humanas; si el esfuerzo por facilitar el bien de los demás fuera una disposición dominante entre nosotros, ¿qué atmósfera se respiraría en los hogares y entre las naciones? ¿Qué clase de relaciones mantendrían empresarios y trabajadores y entre el gobierno y el pueblo? ¿Cuál sería el nivel espiritual de las iglesias?

¿Qué calidad de convivencia prevalecería en la sociedad si el mundo de las finanzas, del comercio, del trabajo, de la justicia, de la educación y del entretenimiento fueran centros de servicio bondadoso y solidario? ¿No serían generadores de salud y prosperidad en armonía con las leyes del respeto al orden natural y a los valores fundamentales de la vida? Cuando nos proyectamos hacia los demás somos más útiles y felices. El que vive solo para sí no vive, pierde su vida como pierde las aguas el Jordán al desembocar en el mar Muerto.

El amor, principio educativo

La acción amorosa también favorece el crecimiento personal. Elena White escribió: «El amor, base de la crea - ción y de la redención, es el fundamento de la verdadera educación [...]. La abnegación es la base de todo verdadero desarrollo. Por medio del servicio abnegado, adquiere toda facultad nuestra su desarrollo máximo.

Llegamos a participar cada vez más plenamente de la naturaleza divina. Somos preparados para el cielo, porque lo recibimos en nuestro corazón» (La educación, pág. 16). Cristo elevó la disposición del servicio altruista hasta la abnegación y el sacrificio. El cristianismo jamás enseñó que una vida digna y feliz sea el resultado de una existencia centrada en la abundancia y encerrada en sí misma. La dignidad y la felicidad no están concebidas en términos de riqueza o bienestar.

Cristo tampoco recomendó a sus seguidores que salieran del mundo para encerrarse en ellos mismos. El oró diciendo «No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del maligno» (Juan 17: 15-16). Intentar escapar del mundo para encerrarse en sí mismo puede ser tan erróneo como huir de la vida interior para refugiarse y anularse en una frenética actividad secular.

Se trata de salir de nosotros mismos para buscar y servir al necesitado. ¿Cómo habilitarnos para amar? Santiago dice en su epístola: «Toda buena dádiva y todo don perfecto es de lo alto, y desciende del Padre de las luces » (Sant. 1: 17). El amor es “una dádiva” y “un don perfecto” de origen celestial, y si al hombre se le pide que lo acepte, ¿no será porque lo puede recibir?

El apóstol Pablo afirma que el amor es «fruto del Espíritu » (Gál. 5: 22-23). Leemos en otra fuente: «Siempre que haya un impulso de amor y simpatía, siempre que el corazón anhele beneficiar y elevar a otros, se revela la obra del Espíritu Santo de Dios» (Elena White, Palabras de vida del Gran Maestro, pág. 317).

¿Cómo pues recibirlo? Se recibe contemplando a Jesús con corazón abierto. «Por tanto, nosotros todos, al contemplar con el rostro descubierto, como en un espejo, la gloria del Señor, nos vamos transformando a su misma imagen» (2 Cor. 3: 18).

Elena White explica, «Mirando a Jesús obtenemos vislumbres más claras y distintas de Dios, y por la contemplación somos transformados. La bondad, el amor por nuestros semejantes, llega a ser nuestro instinto natural» (Palabras de vida del Gran Maestro, págs. 289-290). «Si moramos en Cristo, si el amor de Dios está en nosotros, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestros designios, nuestras acciones, estarán en armonía con la voluntad de Dios» (El camino a Cristo, pág. 61). El amor es pues un don de origen divino y lo recibimos cuando nos abrimos a él, y se fomenta y enriquece cuando lo compartimos con nuestros semejantes.

Conclusión

Toda persona sensible al Espíritu de Dios recibe y ofrece amor. Esto ocurre dentro y fuera de la iglesia. El amor puede “oler a incienso,” pero no es necesariamente religioso. Su fragancia se percibe cuando se alivia el dolor del que sufre, cuando se levanta al decaído, cuando se acompaña al solitario, cuando se alimenta al hambriento y cuando se viste al desnudo.

Con otras palabras, y sin pretender ser irrespetuosos o irreverentes, el amor no es patrimonio exclusivo de la religión, también se manifiesta a nivel profano o secular. El amor que nace de Dios
se manifiesta dentro y fuera de los templos. El mundo está enfermo por falta de amor y no hay remedio humano que lo pueda curar. Tampoco se nos pide que lo intentemos. Pero sí podemos
ayudar al necesitado que está a nuestro lado. ¿Qué piensan los ángeles cuando cantamos en nuestros coros con el estómago lleno mientras ignoramos a los que mueren de hambre? «Cristo vino al mundo con el amor acumulado de toda la eternidad» (La educación, pág. 78). ¿Y qué hizo? «Pasó haciendo el bien» (Hech. 10: 38). ¿Qué invitación nos hace hoy a sus seguidores? «Ejemplo
os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Juan 13: 15). ¿Qué espera Dios de nosotros? «Debemos ser centros de luz y bendición para nuestro reducido círcu - lo así como él lo es para el universo. No poseemos nada por nosotros mismos, pero la luz del amor brilla
sobre nosotros y hemos de reflejar su resplandor » (El discurso maestro de Jesucristo, pág. 67). «Siendo la ley del amor el fundamento del gobierno de Dios, la felicidad de todos los seres inteligentes depende de esa ley» (Patriarcas y profetas, págs. 12-13). En definitiva, ¿a qué somos exhortados los cristianos? «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos hacia los otros» (Juan 13: 34-35). El amor es el rasgo esencial e inconfundible que distingue a los discípulos del Maestro y, como tales, somos llamados a seguir sus huellas.
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Por: JUAN NAVARRO. Pastor jubilado y profesor del SAE.
Fuente: Publicaciones Adventistas. Revista Diciembre 2011

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