“Tengo ganas de abandonar todo. Tengo deseos de morirme. Vivir por inercia, porque no tengo otra opción, ya es estar muerta. Hace ya mucho tiempo que me olvidé de mí”. Estas fueron las palabras que pronunció una chica desengañada de la vida. Cuando la visité en su casa, lloraba su drama: “Apenas era una adolescente, quedé embarazada. Mi novio me dejó, porque había embarazado a otra. Se quedó con la otra. Al año conocí a quien fue mi único esposo. Tuve dos hijos con él. Pero el año pasado se murió en un accidente. Hoy, con 28 años, tengo tres hijos para criar, y ya me siento una anciana. ¿Esto es todo lo que me espera?”.
¿Esto es todo lo que nos espera en este mundo? Qué pregunta! Todos nos hacemos esta pregunta. En algún momento de la vida descubrimos que hay en nuestra alma un lugar donde reside la duda. Un lugar que esconde la idea de que no vale la pena vivir. Total, para qué, si finalmente hemos de morir. Hace ya milenios, el rey David escribió en uno de sus salmos: “El hombre, como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar no la conocerá más” (Salmo 103:15, 16).
David menciona aquí la angustiosa realidad de que estamos en tránsito por la vida. Como escribió hace pocos días Joan Barril, una periodista española: “Pasará Bush. Pasarán sus críticos y sus exégetas. Incluso pasaremos nosotros. La vida es un constante fluir de nombres que en algunos momentos parecen decisivos pero que en realidad son la espuma de los días”.*
Recordar que estamos de paso por este mundo debiera producir en nosotros una actitud humilde y realista. Como aquel anciano sabio que recibió en su casa a un turista norteamericano. Cuando éste le preguntó, sorprendido, dónde estaban los muebles, el anciano replicó con la misma pregunta: “¿Y los tuyos?”. La respuesta no se hizo esperar: “Bueno, yo soy un turista; estoy aquí de paso”. El sabio, entonces, le dijo: “Yo también estoy de paso”.
Cuántos males evitaríamos si tan solo recordáramos que al final de nuestros días todo lo que ha de quedar es un recuerdo! Un recuerdo bueno o malo, según hayamos sido sabios o necios. La vida es corta, muy corta, pero puede ser también muy larga. Todo depende de qué hayamos hecho en ella y con ella.
Una esperanza que le da sentido a la vida
Sin embargo, la noticia de que estamos de paso por esta Tierra puede ser en realidad una gran noticia. El mismo rey David, que compara nuestro paso efímero por este mundo con la flor del campo, dice a continuación: “Mas la misericordia de Jehová es desde la eternidad y hasta la eternidad sobre los que le temen, y su justicia sobre los hijos de los hijos” (Salmo 103:17). Qué benditas palabras! El amor de Dios permanece para siempre!
Y precisamente por ese amor del que nos habla el rey David, Cristo ha prometido volver a esta Tierra. Es precisamente esta esperanza la que le da sentido a la vida.
Cuando ignoramos la promesa de la venida de Jesús, nos debilitamos, perdemos de vista el amor de Dios. Sobre todo, perdemos una razón poderosa para amar y hacer felices a otros. Por eso, Jesús dijo: “También vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis” (S. Mateo 24:44). Para el que cree en Jesús, lo que cuenta es el encuentro con el Redentor. La espera del regreso de Cristo es la medida exacta, el termómetro, por así decirlo, de la vida del creyente (S. Mateo 25:1-13).
El regreso de Cristo dominaba la inteligencia, sostenía la esperanza e inspiraba la conducta de los apóstoles. Ellos consideraban que el regreso de Jesús era “la esperanza bienaventurada” (Tito 2:13). Ese momento constituía para ellos el puerto de llegada, el fin del peregrinaje cristiano. Todas las profecías y las promesas de las Escrituras se cumplirían entonces (véase 2 Pedro 3:13). Y al igual que ellos, todos los que aman a Jesús esperan con ansiedad el día cuando podrán verlo cara a cara.
El fundamento de esta esperanza
La certidumbre de la segunda venida está arraigada en la confiabilidad de la Biblia. Poco antes de su muerte, Jesús les dijo a sus discípulos que volvería a su Padre con el fin de preparar un lugar para ellos. Pero, prometió: “Vendré otra vez” (S. Juan 14:3). Tal como fue anunciada la primera venida de Cristo a este mundo en el Antiguo Testamento, así también se predice su segunda venida en toda la Escritura. Aun antes del diluvio, Dios le reveló a Enoc que la segunda venida de Cristo terminaría con el pecado, el dolor y la muerte. El patriarca profetizó: “He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra él” (Judas 14, 15).
Mil años antes de Cristo, el salmista se refirió a la segunda venida del Señor para reunir a su pueblo: “Vendrá nuestro Dios, y no callará; fuego consumirá delante de él, y tempestad poderosa le rodeará. Convocará a los cielos de arriba, y a la tierra, para juzgar a su pueblo” (Salmo 50:3, 4).
Los discípulos de Cristo se regocijaban en la promesa de su retorno. En medio de todas las dificultades que experimentaron, la seguridad que producía esta promesa nunca dejó de renovar su valor y fortaleza. Su maestro volvería para llevarlos a la casa de su Padre! (S. Juan 14:1-3).
La cruz
El segundo advenimiento está íntimamente ligado con la primera venida de Cristo. Si Cristo no hubiera venido la primera vez y no hubiese logrado una victoria decisiva sobre el pecado (Colosenses 2:15), entonces no tendríamos razón para creer que volverá a fin de terminar su obra redentora. Pero por cuanto tenemos la evidencia de que “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado”, tenemos razón para creer que “aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:26, 28).
La cruz le da sentido a la esperanza de la segunda venida de Cristo. Cuando el Señor pendía del madero, la promesa que le hizo al ladrón que estaba a su lado, consuela a toda la humanidad (S. Lucas 23:42, 43). Para quienes creen, la cruz de Cristo se destaca del fondo de la historia de un modo muy nítido. No porque el tiempo haga algo por la cruz, sino porque la cruz hace algo por el tiempo y la vida del hombre. Aceptar la verdad profética de la segunda venida de Cristo desde la cruz del Calvario, le da sentido y certeza a nuestra vida y responde la pregunta: ¿Esto es todo lo que nos espera?
¿Cómo y cuándo volverá?
Jesús volverá en forma visible: “Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1:11). En otras palabras, los ángeles declararon que el mismo Señor que acababa de dejarlos —un ser personal, de carne y hueso, no una entidad espiritual (S. Lucas 24:36-43)— volvería a este mundo. Su segunda venida sería tan literal y personal como su ascensión. Por lo tanto, la venida de Cristo no será una experiencia interior, invisible, sino un encuentro real con una Persona visible. Con el fin de no dejar lugar a dudas en cuanto a la realidad de su retorno, Jesús amonestó a sus discípulos a no dejarse engañar por noticias de alguna segunda venida secreta; con este fin comparó su retorno al brillo del relámpago (S. Mateo 24:27).
“Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (S. Mateo 25:13). Las señales de su venida indican que será muy pronto (S. Mateo 24). Pero no sabemos cuándo. De todos modos, no es el tiempo de la historia de este mundo el que le da sentido a Jesucristo. Es Jesucristo quien le da sentido a la historia y a nuestro tiempo.
No fue hasta que falleció mi suegro que comprendí esta verdad. Horas antes de su muerte, que él veía venir, subrayó en su Biblia todos los textos que se referían a la segunda venida de Cristo. Su tiempo se había consumido en esta bendita esperanza. Si hubiera sido su tiempo de vida el que hubiese determinado su fe, su esperanza hubiera sido vana, porque murió sin ver a su Señor. Pero como fue Jesús quien le dio sentido a su tiempo, él, sabedor de que era mortal, supo descansar en el Eterno, anclar su fe más allá del tiempo. Así murió con la seguridad de verlo cara a cara.
Hoy, usted tiene la posibilidad de recibir a Cristo en su corazón para que también su vida tenga un sentido, para que su tiempo no corra en vano.
Fuente: Revista "El Centinela"
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